Cuando somos pequeños expresamos nuestras emociones sin juicio, pero poco a poco vamos aprendiendo que hay algunas emociones que no debemos tener, que no debemos expresar, de las que no se puede hablar y de las que tenemos que deshacernos. Este aprendizaje pronto nos lleva a catalogar ciertas emociones como positivas (buenas) y, otras, como negativas (malas). Las malas se reprimen, no existen y no se expresan.
Sin embargo, reprimir una emoción no significa que desaparezca, seguirá estando ahí, pero con una consecuencia añadida: tratar de no mirarla NOS RESTA CONTROL SOBRE ELLA. Si no me permito identificarla y expresarla, no podré manejarla y será la emoción la que terminará tomando el control de nuestras acciones. ¿Cuántas veces has sentido que has perdido el control en alguna situación y has acabado diciendo/haciendo algo que no querías decir/hacer?. Cuanto más tratamos de reprimir una emoción, cuanto más peleamos por hacerla desaparecer, más grande se hace y mayor control toma sobre nuestros actos (restando nuestro control consciente). Explotamos con una pequeña gota que colma el vaso. ¿Es esta reacción proporcional a la situación? ¿o está saliendo en ella todo “lo acumulado” que no hemos expresado y manejado adecuadamente?.
Cuando dejemos de juzgar nuestras emociones, cuando dejemos de catalogarlas como positivas o negativas, comenzaremos a permitirnos vivirlas, entenderlas, expresarlas e INCREMENTAREMOS EL CONTROL SOBRE ELLAS.
Todas las emociones tienen una función, son mecanismos que aseguran nuestra supervivencia. ¿Para qué sirve, por ejemplo, el miedo?. El miedo nos alerta ante una situación de peligro. ¿Te has planteado qué ocurriría contigo si no fueses capaz de sentir miedo? ¿en cuántas situaciones el miedo ha asegurado tu supervivencia? ¿en cuántas situaciones de riesgo te habrías puesto si el miedo no hubiese cumplido su función?. Por otro lado, todas las emociones nos envían un mensaje. En el caso del miedo, el mensaje es “has de estar alerta”.
¿Y el enfado? ¿para qué nos sirve?. Si no fuésemos capaces de enfadarnos, no delimitaríamos nuestro espacio, permitiríamos cualquier agresión externa sin inmutarnos. El enfado nos envía el mensaje de “defiende tu espacio”.
Lo mismo ocurre con la tristeza, que habla siempre de una pérdida (pérdida de un sueño, de un ser querido, de un objetivo…). La tristeza nos ayuda a hacer el duelo necesario para asimilar esta pérdida, darle significado y llevar a cabo los reajustes psicológicos necesarios para poder seguir adelante. Nos envía el mensaje de “para, reflexiona, elabora y reajusta para poder continuar”.
Cuando no identificamos, cuando no expresamos y cuando tratamos de “tapar”, terminamos abandonándonos a la emoción y, es en ese momento, cuando el miedo se transforma en ansiedad, el enfado en furia o ira y la tristeza en depresión.